Para que lo lea con el café de la mañana.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Mi abuelita tiene 83 años

Mi abuelita acaba de cumplir 83 años. No le duele una muela. A ratos la cadera. Lee más que yo. Camina más que yo. Juega tejo y va a cuanta fiesta de cumpleaños y funeral hay en Villavicencio, Colombia. Nunca ha fumado, creo, y de vez en vez se toma una sola cerveza. Anima fiestas porque se sabe chistes de todos los colores, pero los que más le gustan son los verdes.
Hace 15 días estuvimos toda una tarde conversando y me contó sobre su infancia en una finca en los llanos orientales, sobre el ganado que tenía su papá, es decir mi bisabuelo, de cómo él montaba de a acaballo para ir a hacer los negocios y de cómo un día caminó desde Bogotá hasta Villavicencio con un bulto en la espalda por un viejo camino de herradura que aún se asoma hoy en la nueva y moderna carretera que une ambas ciudades.
Me contó de cómo su papá tenía amantes, muy común en la época, de cómo salieron por ahí unos medio hermanos, de cómo le heredó un lote en Villavicencio pero se lo escrituró a nombre de su marido, mi abuelo, porque “las cosas en la casa las manejaba el hombre”, según decía mi bisabuelo. También me dio detalles de cómo después mi abuelo estuvo a punto de cambiar el lotecito por un camión. De haber sido así o estaríamos en el negocio del transporte de carga o viviríamos en algún ranchito de villavo, porque ese lote, que es hoy la casa de mi abuela, seguramente se hubiera perdido. Me contó de cómo su suegro, es decir mi otro bisabuelo, Genaro, tenía una gran hacienda conocida hoy como Colinas de San Genaro, a 10 minutos de Villavicencio, y que por razones aún no establecidas o que por lo menos yo desconozco, se perdió con el paso de los años. De solo pensar cuánto valdrá toda esa tierrita a plata de hoy…
Todo esto me lo contó mi abuela esa tarde de sábado, después de haber ido a Movistar a cambiarle el teléfono celular. Le regalé un Nokia de 26 mil pesos con cámara y no habían pasado un par de horas cuando mi abuelita, que tiene 83 años, ya lo sabía manejar, y sin necesidad de gafas. “¿Entonces lo desbloqueo, busco por la M y marco?”, me dijo con la sencillez y rapidez que aprende un niño. “Póngame una canción bonita, una de Juanes en el timbre, yo sé que eso se puede”, me dijo después. Infortunadamente hasta allá no llegan mis conocimientos en telefonía celular. “Mi primo Julián en Villavo de seguro le ayuda Julia”, le respondí.
Definitivamente mi abuelita es una mujer con berraquera; le ha tocado duro. Por molestar le digo que el sistema pensional colombiano está quebrado por culpa de ella, porque no trabaja y gana dos pensiones. Pero lo que me recuerda es que durante muchos años trabajó a tres jornadas, sí a tres jornadas (mañana, tarde y noche) en la escuela de Villavicencio. Por eso,  a la hora de salir a hacer mercado a la plaza con ella hay que pensarlo dos veces, pues son muchos los que paran y le dicen: “¿cómo está profesora?”. Porque además de todo, mi abuelita, que tiene 83 años, también educó a medio pueblo… y a muchos hijos.
Nos vemos el otro martes. Y si le gustó coméntelo.

martes, 18 de octubre de 2011

El muerto al hoyo y el vivo al baile

El día que mi viejo y un poco perdido amigo Wilson Giral me regaló la calcomanía de la manzana mordida que venía en su MAC lo único que yo quería era chicanear. Con trapo y una pequeña escuadra en mano bajamos hasta el parqueadero de mi oficina, limpiamos un pequeño espacio que se asomaba entre la placa del carro y el gancho de arrastre, y de igual manera como se forraban los libros cuando apareció el mágico papel contact, comenzamos a deslizar el adhesivo evitando con la escuadra que quedaran burbujitas de aire. Giral, diseñador al fin y al cabo, era un as con las manualidades. El adhesivo quedó perfecto.

En un par de ocasiones la manzana se convirtió en tema de conversación. Era de lo poco que se veía con claridad en medio del barro y el polvo que abundaban en la parte trasera del carro, como me encantaba mantenerlo.  Incluso recuerdo el día en que una amiga, esta no tan vieja, pero al igual que Giral, ahora un poco perdida, me dijo: “¿por qué pones eso ahí si no tienes nada MAC?, ¿te crees diseñador o qué?”. Lo que nunca llegué a imaginar fue que ese pequeño episodio sería el primer pequeño paso para comenzar a conocer a un señor que me inspiró, que me ha llevado en varias oportunidades a salir con bolsa blanca en mano de sus impresionantes tiendas, y que ahora que soy un poco, solo un poco menos bruto para la tecnología, me está dando una lección de vida.

Todas las frases que han salido citadas en los últimos días a raíz de su muerte son ciertas. Habría que ser muy ciego o muy sordo para no darles importancia. El creador y fundador de Apple siempre hizo lo que le gustó, siempre se esforzó, fue constante, perseveró y a pesar de que le ganó dos batallas a la muerte y salió derrotado en la tercera, hizo cosas grandes y dejó mensajes grandes para el mundo y para mí.  Yo a esta ya me la he encontrado en tres oportunidades, pero eso será historia para otra entrada o para un artículo en Soho. Ya veremos.

Primero fue la calcomanía, luego sus juguetes y hace tan solo un par de días entregué a impresión Los secretos de Steve Jobs, el último libro del año y el que me está impulsando a hacer y volver a hacer muchas cosas, entre ellas retomar este blog. Hacer promesas es difícil, eso lo he aprendido últimamente, pero comprometerse y esforzarse puede ser un poco más sencillo; por ello quiero esforzarme para volver a hacer ejercicio (ya llevó seis fines de semana seguidos jugando de lateral por izquierda y uno saliendo a ciclovía), para seguir leyendo como loco y continuar subrayando la lista de libros pendientes que tengo en mi cuaderno jean book, ver películas con juicio, quiero seguir sin tomar…tanto (y aunque pocos me lo crean hace mucho no me emborracho, hace mucho no amanezco, hace mucho no me gasto dos salarios mínimos legales vigentes en un mismo fin de semana, y todo eso se siente muy bien). Quiero seguir haciendo lo que hago, comenzar a hacer más cosas, y retomar otras.

El señor Steve Jobs murió, y muy joven: 56 años. De estar vivo hubiera seguido perseverando, intentando  levantarse cada día un poco más temprano, leer un poco más, dormir un poco menos, soñar mucho más en grande y ser feliz, todos los días. Ahora que no puede, seremos muchos los que lo intentaremos. Espero no defraudarme. Tal vez algún día los puntos se unan.

Nos vemos el otro martes, más temprano.