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jueves, 7 de febrero de 2013

Sacúdelo, sacúdelo que tiene arena


No recuerdo muy bien cómo aprendí a bailar salsa. No sé en realidad si aprendí a bailar salsa. Tampoco recuerdo por qué era tan difícil, por qué cuando el encargado de la música en la fiesta ( un tío o un vecino por lo general) ponía Rika Arena o Kinito Méndez la sala de la casa se llenaba de niños jugando a ser grandes y a bailar, pero cuando la salsa salía por los parlantes del equipo Sony que aún existe, la quietud era casi total entre los invitados.

En esas primeras fiestas de cumpleaños, donde el mayor tenía doce o trece años, la salsa era una tabú. Ojalá que a nadie se le ocurriera poner El gran Combo de Puerto Rico o el Grupo Niche. No, por favor no. 

Los niños a un lado y las niñas enfrente. En la mitad, la pista de baile, la montaña por escalar, el océano por atravesar. Los empujones de unos a otros: "vaya, vaya, sáquela usted primero". Ahora me preguntó cómo nos veríamos de ridículos desde el otro lado.

Las canciones de Carlos Vives y los merengues de Juan Luis Guerra nos alegraban y arreglaban  la noche. Pero cuando el "oiga, mire, vea, véngase a Cali para que vea" aparecía, solo era uno el valiente que se levantaba. Mi querido amigo Rosemberg, era el hombre de acero, el héroe.  ¡Sabía bailar salsa! Y ahora que lo pienso, solo se sabía dos pasos: el que va hacia la izquierda y hacia la derecha; y el de la vueltica por detrás. Miércoles, una hazaña y así tenía libertad  de elegir con quien bailar. No importaba que sudara y sudara y sudara. A las niñas parecía no importarles y por supuesto todas esperaban con juicio su turno. Podría ser la única salsa que bailaran el resto de la noche.

Épocas difíciles aquellas, donde cogerle el ritmo al meneito o aprenderme los pasos de "Dale a tu cuerpo alegría Macarena que tu cuerpo es pa'darle alegría y cosa buena...uuuuaaa" era más difícil que trazar las márgenes de los cuadernos con esfero rojo.  Hoy ya me defiendo con algo de merengue, alguito de salsa y pocón pocón de joropo. Pero hacer el oso ya no me importa. Por eso, la próxima vez que vaya a una rumba con mi amigo Rosemberg, no será él el protagonista en la pista de baile. Yo tampoco.

Nos vemos el otro martes.