Para que lo lea con el café de la mañana.

lunes, 20 de febrero de 2012

La carrera de mi vida


Hoy, después de una semana de convalecencia volví a  subirme a mi bicicleta eléctrica. Una intoxicación me tuvo al borde, al borde, al borde de la cama durante toda la semana pasada. Al verla mi memoria hizo flashback. Mi bicicleta eléctrica la quería roja, no por el santafecito lindo, sino por aquella bicicleta roja en la que corrí la carrera de mi vida.

Yo tenia 5 o 6 años y estudiaba en el Jardín Infantil Bilingue Annie, en donde de inglés mmmm, pocón pocón; creo que no sabía el significado de Yes (algún día tengo que escribir sobre mi primera entrevista de clasificación en el Colombo). Volviendo al tema, el jardín quedaba en una de las casas del conjunto cerrado donde yo viví hasta los 16, y la habían adecuado para tal fin. Era perfecta: tres pisos, patio, no muy grande, y estaba dentro del conjunto cerrado, lo que nos mantenía protegidos de la ´calle´.

Las directivas del jardín infantil, que eran dos negras cincuentonas muy queridas, Annie y el otro nombre no lo recuerdo, organizaban cada año las olimpiadas deportivas. Y yo, en ese año, había decidido participar en la carrera de bicicletas, porque ni en el concurso de baile ni el de poesía me atrevía a inscribirme.

Tenía bicicleta, no tan pequeña para mi edad. Una cross, bajita. Como una de esas que usan los ladrones bogotanos ahora, que uno los detecta a distancia en la calle. Mi bicicleta era roja y con las inconfundibles ruedas traseras sonajeras que los papás le ponían para que uno no se fuera hacia un lado y se cayera.

Jamás olvidaré la noche anterior al día de la carrera. Eran casi las 11 pm y mi papá, con destornillador, hombre solo y llave de 12 pulgadas en mano, ajustaba y ajustaba. Y mi trabajo era dar vueltas y vueltas por el conjunto cerrado, en una preparación física que hasta ´Lucho´ Herrera se hubiera asombrado. La medianoche había llegado y era hora de dormir. “¿Dormir?” ¿Quién iba a dormir en medio de esa zozobra?

No recuerdo muy bien el inicio del siguiente día, pero sí recuerdo estar en la grilla de partida. La carrera se desarrollaría en línea recta, unos 50 metros: 25 de ida y 25 de vuelta, saliendo desde la puerta del jardín, llegando al portón del conjunto y devolviéndonos. Yo tenía cinco o seis años. Eran muchas, muchas bicicletas para tan reducido espacio. Y como cualquier tour de france, los espectadores se hacían a lado y lado.

El pitazo inicial se escuchó y un ruido inolvidable de llanticas traseras comenzó a retumbar por toda la calle. Los papás gritaban. Los bebés de brazos lloraban por la algarabía. El celador del conjunto sonreía.  Todos éramos muy pequeños. No lo podía creer, al llegar al portón final, donde debía girar, iba en el primer puesto.  El momento decisivo llegó: el giro de regreso, donde el riesgo de caída era muy grande.

Gire hacia la izquierda, mantuve el equilibrio y enderecé el manubrio. Al levantar la mirada, sin pensarlo, estaba  nuevamente de frente al jardín infantil donde claramente se leía en la valla: META. Solo restaba aguantar otros 25 metros y pedalear. Ya íbamos por la mitad del recorrido final y el letrero se acercaba; comencé a ver sobre mi hombro izquierdo a dos niños que se acercaban y una niña en bicicleta rosada inconfundible. Al ver hacia atrás sobre mi otro hombro, algo falló, el manubrio enloqueció, las rueditas traseras intentaron mantener la estabilidad, la llanta delantera giro por completo y yo, a menos de 10 metros de alcanzar la meta, caí.

No recuerdo tampoco los detalles después de ese instante. Pero si recuerdo que todo se movía  en cámara lenta y vi que otro niño, más adelante, también caía hacia un lado y se estrellaba contra el suelo. Había caído al pasar la línea de META y levantar sus manos alzándose ganador. Su caída y la mía tenían sabores diferentes. Ese día perdí la carrera de mi vida.   

 Nos vemos el otro martes.